La indicación de no-tratamiento



Carmen Armas Barbazán. Psiquiatra

USM Hospital Comarcal de Monforte. Lugo

Eduardo Varela Puga. Psicólogo clínico

USM2. Lugo


Correspondencia: carmenarmasb@hotmail.com




RESUMEN


En los últimos tiempos, estamos asistiendo al fenómeno de la medicalización de la vida que contribuye a que aumenten las consultas en salud mental de pacientes sin trastorno mental diagnosticable. Cada vez más pacientes acuden a los centros de salud mental buscando una respuesta sanitaria ante el sufrimiento legítimo y adaptativo derivado de los avatares de la vida. Se trata de una demanda que busca “expertos” que gestionen la ansiedad y el malestar que sitúa a psiquiatras y psicólogos en los nuevos referentes de cómo hay que vivir la vida y afrontar sus vicisitudes. En estas circunstancias, la situación de los profesionales de salud mental no es sencilla. Las clasificaciones nosográficas actuales recogen este tipo de demandas en un capítulo aparte, fuera de los trastornos mentales y las denominan códigos Z. Desde nuestra propia experiencia clínica proponemos una posible categorización (más allá de la etiqueta diagnóstica), prestando atención a los pacientes que habitualmente acuden a consulta demandando ayuda. Asimismo revisamos bibliografía especializada y nuestra práctica en la indicación de no-tratamiento.


Palabras clave: Trastornos mentales, categorización, salud mental, códigos Z, medicalización, indicación de no tratamiento, ganancias secundarias, discurso social de la red.


ABSTRACT


In recent times, we are witnessing the phenomenon of life´s medicalization which contributes to increase patients with no diagnosable mental disorder at the mental health consultations. More and more patients are coming to mental health centers looking for a health response to legitimate and adaptive suffering caused by the vicissitudes of life. It is a lawsuit seeking "experts" to manage anxiety and discomfort that located psychiatrists and psychologists in the new benchmarks of how to live life and face its vicissitudes. In these circumstances, the situation of mental health professionals is not easy. Nosographic current systems collect such claims in a separate chapter, out of mental disorders and called Z codes. From our own clinical experience we suggest a possible categorization (beyond the diagnostic label), paying attention to patients who regularly attend consultation demanding help. We also review our practices and specialized literature in the non- treatment indication.


Key words: Mental disorders, categorization, mental health, Z codes, medicalization, non-treatment indication, secondary benefits, social network speech.


El campo de los trastornos mentales es especialmente proclive a discusiones sobre la relevancia o la naturaleza de las clasificaciones sobre los mismos. La extraordinaria variabilidad en número y contenido de las categorías diagnósticas solo en el último medio siglo da cuenta de su provisionalidad. Asimismo, algunos diagnósticos se van poniendo de moda por temporadas, como ha sucedido con la depresión desde los años 90 y más recientemente, el trastorno bipolar o el trastorno por déficit de atención e hiperactividad. Estas variaciones constatan que los diagnósticos son construcciones cuya vigencia depende del momento histórico, de qué tipo de profesionales ostenta el poder de la disciplina y de los intereses económicos y sociales que hay detrás [1].


Cuando se trata de prestar atención a los pacientes que acuden demandando ayuda, como ocurre en el caso de la atención primaria y la salud mental, estos debates parecen muchas veces irrelevantes y sin contenido práctico. De todos modos, alguna manera de clasificación parece necesaria.


En las clásicas charlas de café con compañeros del Centro de Salud Mental (CSM), durante los descansos entre consultas masificadas, empezamos a darle vueltas a una posible categorización (más allá de la etiqueta diagnóstica), prestando atención a los pacientes que habitualmente acuden a consulta demandando ayuda. A continuación pasamos a exponerla, entendiéndola como una primera aproximación abierta a cualquier tipo de sugerencia.


A nuestro juicio los cuatro tipos básicos de usuarios que acuden a consulta en CSM son:


1. El paciente con trastorno mental diagnosticable y tratable según criterios psicopatológicos y terapéuticos. Es el objeto de nuestro estudio, de nuestra formación y entrenamiento: aquel a quien dirigiremos nuestros mejores esfuerzos profesionales en busca de su curación o alivio. Son las psicosis de toda clase, las depresiones, el trastorno obsesivo-compulsivo, los desórdenes de conducta alimentaria... sin olvidarnos de los trastornos de personalidad. Se nos puede exigir el conocimiento de su manifestación psicopatológica, su diagnóstico, pronóstico y alternativas terapéuticas. En último extremo son pacientes a los que debemos atender siguiendo criterios de buena práctica clínica, con razonable evidencia empírica y obligación de actualización terapéutica.


2. Los que tienen problemas y por lo tanto una reacción emocional congruente con su situación vivencial. En la mayoría de los casos se los puede identificar por su leimotiv “no es justo”. Son pacientes a los que principalmente deberemos reorientar hacia otros dispositivos: servicios sociales, servicios  jurídicos, oficina de empleo, etc pero sin perder de vista la parte emocional, pues en demasiados casos estos pacientes están más centrados en rumiar el problema que en buscar una solución.


3. Los que sufren. Victimas de desgracias, suelen presentar de manera habitual reacciones de pérdida que les superan. Su leimotiv “no lo soporto…” Manifiestan una alteración emocional florida en la queja, con tendencia al recuerdo morboso y con frecuencia esperan del profesional más de lo que se les puede ofrecer (si no cambiar el pasado, que les indiquemos cómo modificar el presente de manera entre mágica y milagrosa para obtener un futuro venturoso).


4. Los que buscan algo, los que se mueven por interés: demandas de bajas laborales, certificados de invalidez, una pensión, etc. Dentro de esta categoría podemos diferenciar dos subgrupos: “yo lo quiero” y “yo lo merezco”. El primero se corresponde con el rentista clásico. El segundo considera que a raíz de un acontecimiento, de un sacrificio, de algo de su complicada biografía... no ha recibido respuesta y ha decidido que el estado le compense en forma de paga.

Quizá corramos el riesgo de ser injustos etiquetándolos como interesados; ya que siempre puede haber necesidades legítimas, peticiones razonables, bajas justificadas, prestaciones imprescindibles para la supervivencia y sinceridad en la relación con el profesional. Pero sin embargo, éste es frecuentemente el terreno de juego del rentista, del manipulador, del simulador, del “gorrón” [2].

 

Cabe destacar que las categorías expuestas no son excluyentes, es decir, que habitualmente los pacientes a los que atendemos no suelen pertenecer exclusivamente a una de las categorías mencionadas. Al contrario, en la mayoría de las ocasiones comparten características de dos, tres o hasta cuatro categorías simultáneamente. Por ejemplo, un paciente aquejado de esquizofrenia necesita un tratamiento adecuado, puede tener  problemas laborales, sufrir las consecuencias de una infancia desgraciada y necesitar informes para obtener una pensión de invalidez.


Nuestra percepción, que consideramos fundamentada, es que cada vez con mayor frecuencia, los pacientes de los grupos 2,3 y 4 desean pertenecer al grupo 1 y que los profesionales de la salud mental cometemos el error de incluirlos casi de forma automática en dicho grupo. En otras palabras: entras en el CSM y sales diagnosticado y casi siempre con tratamiento psicofarmacológico, psicoterapéutico o ambos.


La atención en los CSM, además de ser eficaz, ha de ser efectiva, eficiente y reducir al mínimo la iatrogenia. Para ello entre otras cosas es fundamental discriminar el grupo de personas que no presentan ningún trastorno mental diagnosticable (lo que la CIE-10 denomina códigos Z) para que no sean expuestos a tratamientos excesivos, innecesarios y perjudiciales [3]; evitando disminuir las prestaciones a los pacientes más graves, que correrían el riesgo de perderse o recibir una atención más limitada, cuando sí se pueden beneficiar realmente de nuestras intervenciones.

 

No es sencillo trazar la frontera entre los códigos Z y los trastornos mentales porque probablemente no la hay, tal vez frente al dilema cosificador de si el paciente tiene o no un diagnóstico psiquiátrico, la pregunta podría ser si su problema mental se va a beneficiar o no de considerarlo una enfermedad y tributario de un tratamiento [3].


En los últimos años estamos asistiendo al fenómeno de la medicalización de la vida que contribuye a que aumenten cada vez más las consultas en salud mental de pacientes sin trastorno mental diagnosticable [4]; son aquellas demandas que tienen que ver con un conjunto de sentimientos desagradables que aparecen en el contexto de una situación vital estresante (problemas de pareja, conflictos laborales,  problemas económicos, soledad, etc) como una respuesta emocional adaptativa, legítima, proporcionada y, por tanto, no patológica [5].


Si el paciente acude a los servicios de salud mental es porque su malestar tiene un significado “médico” promovido por una cultura actual [6], que, cada vez más, resulta intolerante e incapaz de soportar las pérdidas y las frustraciones afectivas y vitales. Antes la cultura aportaba significados distintos que permitían afrontar el malestar en otros contextos, sin ninguna necesidad de medicalizarlo [6]. La nueva sociedad posmoderna, individualista y desprovista de los referentes anclados en instituciones y costumbres del pasado, probablemente ha favorecido el incremento de esta demanda [7].

 

En cierta medida, el CSM está llenando parte del vacío que han dejado las redes tradicionales de contención: familia, religión, escuela, vecindario…y que los servicios sociales, limitados en satisfacer necesidades básicas, no pueden cubrir tampoco. Se trata por tanto de una demanda que busca “expertos” que gestionen la ansiedad y el malestar que sitúa a los psiquiatras y psicólogos en los nuevos referentes de cómo hay que vivir la vida y afrontar sus vicisitudes [7]. En estas circunstancias, la situación de los profesionales de salud mental no es sencilla.  

 

Son muchas las preguntas que nos surgen al respecto: ¿qué podemos hacer los profesionales de la salud mental ante este panorama asistencial? ¿Nos toca asumir sin más esta demanda?, ¿podemos pretender cambiar esto?, ¿cómo debemos proceder entonces?, ¿qué pacientes deberían obtener una atención y un tratamiento por nuestra parte y cuáles deberían ser reorientados a otros recursos?, ¿cuáles son los límites de la intervención?


Parece apropiado pues, que los límites de la intervención signifiquen indicación de no-tratamiento (esto es que el tratamiento no es pertinente, es diferente a no prescribir  tratamiento alguno) La indicación de no-tratamiento por la que damos de alta a nuestros pacientes en la evaluación [6], precisa una resignificación de la demanda o del problema planteado, tratando de que el paciente cambie la visión que tiene de sus quejas y que deje de entenderlas como algo patológico, para asumirlas como reacciones “normales”, que aunque se traduzcan en alteraciones emocionales, no tienen el carácter de algo anormal [4].

 

La indicación de no-tratamiento ha de ser una intervención frecuente y fundamental en el día a día de las consultas de atención primaria y salud mental y considerarla como una actividad propia del sistema asistencial encaja con una demanda social mayoritaria que tiende a ver en los problemas psicológicos y la atención especializada para ellos algo habitual en la vida de las personas, que hace necesario un recurso de ayuda al que se puede recurrir y al que se tiene derecho[4]. Esta perspectiva le permite, también al profesional, ver al paciente como alguien que necesita ayuda y consejo (para entender que no es enfermo y no necesita tratamiento especializado). No hacerlo así, implicaría menospreciar al paciente, tratándolo como un usuario equivocado o un aprovechado al que hay que comunicarle el alta del servicio en un trámite burocrático y casi violento [4].

 

La indicación de no-tratamiento no debe significar una confrontación con el paciente, salvo en aquellos casos en que lo que busca obtener es claros beneficios secundarios [8]. Siempre existirá un grupo de pacientes que queden decepcionados aunque la intervención esté hecha correctamente; la insatisfacción derivada de la puesta en evidencia de las ganancias secundarias y el rentismo asociado a la condición de enfermo (exención de responsabilidades laborales, familiares, judiciales, etc) son barreras que dificultan o imposibilitan la reformulación de la demanda [4, 6].


Por último conviene tener presente la diferencia que existe  existe entre el discurso científico o administrativo de la red asistencial y el discurso social de la red. Algo así como diferenciar la interpretación que de la dolencia hace el médico "depresión endógena" de la interpretación más social "son nervios". En ocasiones pueden solaparse pero en otras son divergentes. Lo mismo que para la enfermedad existe esta divergencia, también puede haberla para la red o el dispositivo, y así un CSM, por ejemplo, puede convertirse en una embajada u oficina del estado en donde uno cuenta su sufrimiento pero también reclama sobre él o sobre los derechos que le asisten. Los médicos y otros profesionales suelen responder despectivamente a esta demanda: por ejemplo, “esto no es Lourdes” (cuando piden esperanza) o “esto no es una oficina de empleo” (si se quejan de no tener trabajo) o “aquí no expedimos certificados de baja”... Estas disonancias son las que se ponen en juego a la hora de encauzar la demanda de manera tranquila y sin descalificar. No podemos olvidar, además, que un CSM no solo es lo que dicta la administración o los profesionales sino lo que afirman también los usuarios. El discurso siempre debe ser co-creado y si esta situación se da con frecuencia es porque estamos fallando todos a la hora de definir y acordar lo que es un CSM. Se trata por tanto de poner en juego los principios de la psiquiatría comunitaria, es decir, entender que lo qué es y lo qué no es una cosa depende de la creación de un significado compartido entre la administración, los profesionales y los usuarios.  

 

Agradecimientos: un agradecimiento especial a las consideraciones de l@s situacionistas.




REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

 

1. ORTIZ LOBO, A.; BERNSTEIN, J. Excesos y alternativas de la salud mental en atención primaria. Rev Bras Med Fam Comunidade. 2015; 10(35): 1-9.


2. RENDUELES, G. Construyendo trastornos psiquiátricos: quejicas, simuladores, ventajistas En A. Retolaza, Trastornos mentales comunes: Manual de orientación. Madrid, AEN Estudios/41. 2009. Pág: 351-381.


3. LOZANO SERRANO, C.; ORTIZ LOBO, A.; GONZÁLEZ JUÁREZ, J.

tratamiento y uso de recursos en salud mental en pacientes sin patología. Rev. AEN, 2014; 34 (122), 267-281.


4. ORTIZ LOBO, A.; MURCIA GARCíA, L. “La indicación de no-tratamiento: aspectos psicoterapéuticos”. En A. Retolaza, Trastornos mentales comunes: Manual de orientacioÅLn. Madrid, AEN Estudios/41. 2009. Pág: 179-194.


5. MORATALLA, B.G. “Indicación de no-tratamiento para personas sin diagnóstico de trastorno mental”. Revista Norte de Salud Mental, 2012, pp. 43-52.


6. ORTIZ LOBO, A. “Los profesionales de la salud mental y el tratamiento del malestar”. átopos 2008; 7: 26-34.


7. ORTIZ LOBO, A. “El significado de las demandas ‘menores’ en salud mental”. Rev. Asoc. Esp. Neuropsiq., 2011; 31 (112), 609-611.


8. RENDUELES, G. (1992). “El usuario gorrón y el terapeuta quemado”. Revista de Psiquiatría Pública 3, 115-129.