Del poder y del tratamiento de la psicosis


Sara García Fernández. MIR

María Jesús Leñero Navarrete. MIR

María Fernández Caballero. PIR

Servicio de Psiquiatría y Psicología Clínica

HURH de Valladolid

Correspondencia: saragarcia14@gmail.com


EL PODER MÉDICO

Una de las características de cualquier sociedad es el discurso que impera en cada época. Si antiguamente la religión tenía un lugar destacado, hoy en día podemos decir que ese lugar lo ha ocupado la ciencia. En este sentido, la medicina, siguiendo el discurso imperante, el discurso científico, parte de la idea de que para un conjunto de síntomas existe un diagnóstico que considera el representante objetivo de una enfermedad, pues tiene además un curso determinado y una causa específica. Conociendo entonces la etiología podremos utilizar una molécula determinada para solucionar el déficit o exceso de la causa que a la postre había generado dichos síntomas de los que inicialmente partíamos. A estas moléculas las llamamos fármacos. En principio, este supuesto organicista parece poseer una claridad pasmosa, pero el problema surge cuando verdaderamente no se sabe con certeza si esa etiqueta que hemos creado corresponde o no a una enfermedad con un sustrato biológico demostrable científicamente. Éste es el punto en el que se encuentra la psiquiatría, un punto de suposición y no de evidencia.


Por otra parte, sabemos que el médico antiguo constituía para sus pacientes, no sólo alguien que curaba y trataba; sino también, alguien de confianza que velaba por el bienestar de éstos más allá del ámbito físico. Sin embargo, hoy en día, todo aquello que se escapa de la lógica de lo medible y de lo tangible es desertado y considerado como un fracaso de la medicina y de la ciencia. Así, el médico se ha convertido en un mecánico  del cuerpo, reemplazando piezas que no funcionan, piezas corporales de un ser humano que ha pasado de ser multidimensional a ser considerado parte exclusiva del biologicismo. Donde lo subjetivo y la ética han pasado a un segundo plano puesto que no está protocolarizado ni burocratizado, no es medible ni tangible, ni tan siquiera es alcanzable ni mucho menos generalizable. La enfermedad es un mal que hay que aniquilar y, la medicina, una ciencia de hechos objetivos y no de subjetividades.


Esta manera de entender la medicina produce la paradójica situación en la que el paciente es expropiado de su propia enfermedad, que pasa a ser objeto de culto del discurso de la medicina, mientras que él queda relegado a una posición de pasividad absoluta donde sus quejas son vistas como rebeldía ante la autoridad de un saber. Se le despoja de su enfermedad, pero en el camino se le erradica lo más humano. El poder del médico llega aquí a exigir dependencia y plena sumisión a la ciencia. La sensación que al final le queda al paciente es la de que no se siente parte de algo que sólo le debería afectar a él: su propia vida.


EL PODER PSIQUIÁTRICO

Bajo este pretexto, la psiquiatría como ciencia médica, necesita apoyar su discurso en unos pilares fundamentales. Estos presupuestos, como sabemos, son cuanto menos ciertamente cuestionables.


En primer lugar, la psiquiatría posee una ideología que, como decíamos antes, le asegura un lugar en lo social, el cientificismo. Es decir, la psiquiatría sigue siendo fundamentalmente organicista. Considerada como la hermana pobre de la medicina y siendo la más vilipendiada por las otras especialidades médicas, el psiquiatra se vio en la necesidad de forzar las cosas para hacerse pasar por médico como los demás e inventó entonces las enfermedades mentales. Cien años después, vino en su auxilio el descubrimiento de los psicofármacos, lo cual hizo mejorar su imagen y su poder.


El organicismo se convierte entonces en la ideología a la cual el psiquiatra vuelve siempre. Primero fue la neurología, ahora una promesa mucho más inmaterial, la de la bioquímica y la genética molecular. A pesar de haber pasado dos siglos, la promesa de que el origen de la enfermedad mental es de causa orgánica, perdura. Hasta el momento, sin embargo, los resultados no han sido muy prometedores, más allá de una tautológica justificación basándose en la eficacia de los psicofármacos, algo que además la investigación no ha podido sostener.


De hecho, es fácil comprobar, cómo la farmacología ha ido moldeando las clasificaciones del malestar humano. Si un fármaco provoca un determinado efecto, por ejemplo, tranquiliza, podemos decir que entonces sirve para lo contrario, el nerviosismo, y así creamos una entidad, la ansiedad, que justifique el uso de dicho fármaco. Es decir, la causa de la ansiedad se debería a lo contrario del efecto que supuestamente produce la pastilla. Apliquemos ahora este truco al resto del sufrimiento de la existencia humana y ya tendremos resuelta y comprobada la causalidad biológica de todo lo que se nos ocurra. Entonces, no se trata tanto de un saber sobre el malestar humano, no se trata de que uno investiga el funcionamiento interno del cerebro para determinar los mecanismos que intervienen en cada una de las supuestas enfermedades; sino que se trata más bien de la creación de un artificio al servicio de un interés.


EL PSIQUIATRA MODERNO

Es precisamente el monopolio de este cientificismo lo que genera que el médico, recién salido de la facultad, apenas se haya planteado cualquier otro tipo de epistemología. Comienza a ejercer sin preguntas, dando por supuesto todo lo que se le ha enseñado y creyendo que si no obra de tal manera no está siendo buen médico, buen samaritano. El objetivo es claro:  aniquilar la enfermedad. Para ello el psiquiatra cuenta con varias herramientas. En primer lugar, su categoría de especialista y de experto en la materia, es decir, el poder que le da la sociedad; y, en segundo lugar, la suposición de un saber que esto origina. Saber supuesto y poder se convierten en los pilares sobre los que se sustenta el tratamiento de las enfermedades mentales.


¿En qué se basa, por ejemplo, la psiquiatría actual para tratar la psicosis? ¿Desde que posición se ubica el especialista y en qué lugar deja al paciente? Pues bien, se trata de un tratamiento basado en la evidencia y que tiene como pretexto la aplicación de guías de tratamiento generalizadas, sin el menor rastro de subjetividad ni de interés por la problemática individual de cada paciente. Esto queda muy bien reflejado en los manuales de psicoeducación, donde además del tratamiento farmacológico se establecen las bases de «loque-debe-ser» y «lo-que-debe-hacer» una persona para ser normal, para estar sana. Por ejemplo, en el caso de la psicosis como se trata de un hipotético déficit neurológico, el paciente tendrá que hacer ejercicios de estimulación cognitiva y acudir a un centro de día o de rehabilitación, y si no se presta a ninguno de estos supuestos entonces nos veremos en la obligación de ir hasta su casa bajo el siguiente lema: «tienes que hacer cosas que no estás haciendo». «Te tienes que duchar», «tienes que salir a pasear», «tienes que tomarte la medicación», etc. «Tienes que» es el leitmotiv de la psiquiatría actual.


Bien es cierto que existen personas que se pueden beneficiar en un primer momento de este tipo de tratamiento. Pero, a pesar de esta circunstancia, ¿podemos pensar que el fin justifica nuestros actos? ¿Debemos a toda costa invadir a la persona para conseguir los objetivos que la institución propugna? Hablo, claramente, del estatuto ético de esta posición. Hablo de lo que supone entrar de manera invasiva en casa de una persona para ver cómo andan sus cosas, reprocharle su falta de limpieza, pedirle que se arregle, que salga a la calle, etc. Otros, sin embargo, no sólo no mejoran, sino que empeoran. Y empeoran, muy probablemente, porque no se tiene en cuenta su palabra, porque no se les escucha. Muchas veces es el mismo paciente quien nos va a dar las claves de lo que debería ser su tratamiento.


Hace un tiempo escuché un caso en el que la paciente le decía a su psiquiatra: «a mi no me molesta mi delirio, decía, lo que me molesta es la policía, la seguridad, los ingresos… yo lo que quiero es que usted me ayude a que mi delirio pueda ser acorde con la sociedad en la que vivimos para poder vivir tranquila». A lo que el psiquiatra le responde: «sí, pero primero te tienes que duchar y tomar la medicación». Igual que hablar con una pared. En un segundo momento, esta misma paciente, le comenta a su médico algo fundamental, las claves de su empeoramiento: «es que me siento agobiada, por los psiquiatras, por la enfermera, por la trabajadora social, por la familia…», a lo que se le responde: «no te preocupes, la semana que viene volveremos para ver que todo está bien». Vemos entonces cómo lo verdaderamente preocupante no es sólo el hecho de que no se escuche al paciente, sino que nuestro saber, además de muy cuestionable, es devastador y en muchas ocasiones totalmente paradójico: ¿Qué hacemos invadiendo el espacio y las casas de personas, que precisamente se sienten invadidas por el Otro? ¿Cómo vamos a pretender que mejoren si se sienten y están totalmente perseguidas? ¿Qué alternativas podemos plantear?


LA TRANSFERENCIA DE LA PSICOSIS

Tomemos el proceder del psicoanálisis, que se basa en la clínica psicopatológica, pero añade un fenómeno fundamental, la transferencia. En primer lugar, la transferencia fue fundamental para realizar el diagnóstico diferencial con las neurosis, neurosis narcisistas y neurosis de transferencia eran las categorías freudianas de la primera división clínica entre psicosis y neurosis, unas entraban en la transferencia tal y como la concibió Freud en un primer momento y otras no. No  obstante, esta dificultad generó un gran trabajo clínico por tratar de establecer las bases de las condiciones del tratamiento psicoanalítico de la psicosis.


Teorizar sobre la transferencia fue necesario para saber qué lugar debía ocupar el analista, cuestión principal en el tratamiento de la psicosis por el peligro que entrañaba ocupar determinadas posiciones, como por ejemplo la posición de saber o la de poder de la que acabamos de hablar. Esto no sólo hacía que el tratamiento fuera mal, sino que el médico podía llegar a desempeñar un lugar central en el delirio del paciente, principalmente cuando éste se sentía objeto de goce de aquél. No era que el psicótico se enamorara de modo neurótico del analista, sino que era al revés, el psicótico se veía como objeto de goce del analista, con el riesgo de poder dar lugar a un delirio erotómano o persecutorio. Aquí había que tener en cuenta un dato importante y era que en la erotomanía, por ejemplo, uno no se creía amado por cualquiera sino que normalmente solía ser algún personaje eminente, alguien con cierto lugar de poder; lo mismo que en la persecución, al paranoico, por lo general, no lo perseguía cualquiera. Lo cual debería hacernos reflexionar sobre la dimensión de peligro que entraña el ocupar un lugar de poder.


En este sentido, el tratamiento de la psicosis difería fundamentalmente de cualquier otro tipo de tratamiento. Esta diferencia tenía que ver con la atención dedicada a la subjetividad y a la particularidad de cada paciente, donde el tratamiento se orientaba hacia la creación de una invención que abordase el sufrimiento del paciente, y donde se ponía énfasis en los recursos creativos del psicótico. Todo ello consolidando un tipo de relación transferencial tal que permitiera alojar la particularidad de cada cual. Esta orientación marcaba una diferencia respecto a todas las demás prácticas que se basaban en el déficit neurológico, las cuales tenían como premisas la instauración de un tratamiento farmacológico, un entrenamiento basado en estimulación cognitiva para frenar  dicho deterioro y la creación de toda una parafernalia psicoeducativa que en el fondo no eran más que diferentes medidas de opresión del loco y de anulación de cualquier índice de subjetividad. En esta visión no encajaba la idea de que una gran cantidad de personajes importantes en la cultura, las matemáticas, las artes y la filosofía podían dar cuenta del hecho de que el delirio era compatible con la conservación de las facultades intelectuales y con una adecuada adaptación a la sociedad.


CLAVES DE LA TRANSFERENCIA

De todo ese desarrollo se extrajeron diversas maniobras terapéuticas para poder establecer las coordenadas de dicha transferencia, como por ejemplo, la prudencia en el tratamiento, el no autentificar la dimensión imaginaria, no interpretar la homosexualidad, no hacer resonancias de significado y abstenerse de usar el diván. Algo muy importante era tratar de evitar la sugestión, que en sí no era más que el uso de un poder que la transferencia confería a la palabra del analista. En este mismo sentido podemos considerar la cuestión de ubicarse como un padre o asumir el lugar de la ley. La posición del analista debía ser la de objeto a, la de sumisión a las posiciones subjetivas del enfermo. que el analista encarne esta posición de objeto es crucial para llevar a cabo esa maniobra de extracción del objeto por parte del sujeto psicótico. Era ahí donde el analista contaba por su presencia silenciosa, por su función de depositario, por la oreja que escuchaba o por el ojo que miraba. Era secretario y estimulaba el trabajo en la psicosis. La interpretación carecía de sentido porque, en verdad, no había nada reprimido, no había que desvelar ninguna fantasía inconsciente que retornara en forma de síntoma. Interpretar en la psicosis equivalía a inyectar un goce que no tenía ningún estatuto de verdad y que en ocasiones tendía a ocasionar el desencadenamiento.


Por otra parte, en nuestro ámbito, hubo dos momentos importantes en la historia del tratamiento de la psicosis. En  primer lugar, se hizo hincapié en el desencadenamiento del significante; posteriormente, se dio protagonismo a la desregulación del goce, a la invasión del goce. Era ahí donde había que actuar ahora. De esta manera se podían diferenciar en la transferencia dos momentos, uno en el que el sujeto psicótico le ofrecía al analista sus significantes para que éste organizara su mundo; y, otro en el que le ofrecía su propio goce para que el analista pudiera regularlo. Pero si bien el psicótico podía necesitar ese orden de sus significantes, al mismo tiempo estaba en posesión de un saber fruto de la convicción en su conocimiento, convicción generada como una revelación. Este saber y esta certeza le impedían entrar en dialéctica con el analista, y éste tan sólo podía esperar ser testigo de esa experiencia de inocencia que era su posición fundamental, la del paciente, ante sus perseguidores. En esos momentos uno difícilmente podía hacer ningún movimiento y tenía que estar a la espera de poder ir regulando el goce con el que el paciente vivía toda esta situación. Ahí radicaba la problemática de cómo tolerar la certeza sin ser cómplice del delirio.


Era mejor iniciar una conversación inspirada en los «intercambios de flujo libres» que Lacan utilizó con Aimée, es decir, conversaciones dirigidas por la idea de preservar al sujeto de la amenaza del goce del Otro. Todo esto siempre con un fin dirigido a la construcción de una suplencia que permitiera contener dicho goce de una manera mucho más estable.


CONCLUSIÓN

Como vemos, mucho dista entre el psiquiatra moderno y el analista en el tratamiento de las psicosis. En el primero el poder está del lado del médico, con los posibles efectos devastadores que hemos visto que podía ocasionar. Mientras que, por otra parte, existe otro tipo de tratamiento en el que el poder está del lado del paciente y los efectos, por tanto, son unos efectos guiados por la ética.


Entonces, de lo que se trata en verdad, es de no imponer un  saber sobre el paciente, sino de ayudarle a acceder al camino para encontrar cuál es su verdadero deseo, no el nuestro, y así hacer resplandecer aquello que lo hace único. De eso trata la ética de la individualidad, la particularidad y la propia elección del sujeto.




BIBLIOGRAFÍA


ÁLVAREZ, J.Mª. La invención de las enfermedades mentales, Barcelona: Gredos, 2008.


MALEVAL, J.-C. «Treatment of the psychoses and contemporary psychoanalysis», en Gherovici, P. y Steinkoler, M. (Eds.), Lacan on madness: madness, yes you can´t, Nueva York: Routledge, 2015.


WHITHAKER, R. Anatomía de una epidemia, Madrid: Capitan Swing, 2005