Diagnosticar comportamientos,

o la degradación del saber psiquiátrico


Luis Seguí. Psicoanalista ELP

Madrid

Correspondencia: lexsegui@yahoo.es


En el prólogo del libro de José María Álvarez, La invención de las enfermedades mentales, Fernando Colina escribió que “las relaciones de la psiquiatría con la cultura son elocuentes y a la vez antagónicas. Por una parte, decimos que las prácticas psiquiátricas y los discursos teóricos que las legitiman son siervos del momento (…) Por otra parte, podemos sostener con la misma firmeza que la psiquiatría presente es radicalmente inculta, si nos referimos ahora a su relación con el conjunto de los conocimientos de su tiempo (...) Salvo en algunos foros –sigue Colina– reducidos y marginales, ya no existe la intención de enlazar las ideas de la psiquiatría con las nociones que provienen del resto de las ciencias humanas: psicoanálisis, antropología, lingü.stica, historia, literatura o filosofía”.


Si esta descripción se ajusta a la realidad de los hechos parece pertinente preguntarse cómo y por qué se ha llegado a esta situación, que se enmarca en un ámbito más amplio como es la relación entre el saber y los saberes, y la diferencia existente entre saber y sabiduría, conceptos que en demasiadas ocasiones se confunden. A diferencia del castellano, donde ambos conceptos parecen indistinguibles, los franceses distinguen savant, que alude al hombre de ciencia, al que sabe mucho sobre algo, de sage, referido a aquel que ha conseguido mediante sus actos y sus pensamientos una especie de armonía moral y mental que le otorga –la cita es del escritor argentino Juan José Saer– la inefable capacidad de sustraerse a las contingencias del mundo. La sabiduría se distingue por el dominio de un vasto saber, pero el saber o la acumulación de conocimientos no conducen necesariamente a la sabiduría.


Acaso la diferencia entre uno y otra, más que por la cantidad se define por la calidad, o más bien por una determinada relación con el saber que caracteriza a ciertos sujetos, una relación que tiene sus consecuencias también en la política. Como recuerda Saer citando al historiador italiano Luciano Canfore, si es evidente que el saber ha venido ocupando un lugar central y cada vez más importante en la historia humana, la sabiduría, en cambio, ha estado siempre relegada y mantenida a distancia por el poder político; en tanto el saber ha llegado a ser coadyuvante de la opresión, la sabiduría –por su solo existir– aparece como su constante cuestionamiento, hasta el punto de que durante siglos los tiranos han intentado censurar y acallar las voces críticas de los grandes pensadores.


En su libro –Una profesión peligrosa– Canfora demuestra que tanto en la antigüedad clásica como en los siglos posteriores, en la agitada vida de los filósofos no escaseaban los riesgos, incluso mortales. Desde Sócrates en adelante es extraordinariamente extensa la lista de filósofos perseguidos, amenazados e incluso sacrificados como consecuencia del conflicto entre el saber y la sabiduría por un lado y el poder político por el otro. Platón estuvo en peligro por sus consejos a los tiranos de Siracusa; Aristóteles, de origen macedonio, debió escapar de Atenas porque su vida peligraba en medio de los conflictos políticos entre atenienses y macedonios; Séneca se abrió las venas por orden de Nerón; Cicerón fue decapitado en una carretera romana; Zenón de Elea fue condenado a muerte –aunque antes de morir se abalanzó sobre el tirano que le condenó y le arrancó una oreja de un mordisco–; de Descartes se dijo que murió de una pulmonía en el gélido Estocolmo, obligado a acudir de madrugada a palacio para enseñar aritmética a la Reina Cristina, aunque otras versiones no confirmadas sugieren que fue envenado por agentes del Vaticano.


Thomas de quincey, un autor admirado por Borges, juega con todas estas historias en un su librito cargado de humor (negro)  e ironía, titulado Del asesinato considerado como una de las Bellas Artes, donde escribe que “durante los dos últimos siglos –el texto es de 1823– todos los filósofos eminentes fueron asesinados o estuvieron muy cerca de ello, hasta tal punto que cuando un hombre se llame a sí mismo filósofo y no se haya atentado nunca contra su vida, podemos estar seguros de que no vale nada”.


Desde la antigüedad clásica y durante muchos siglos se estimaba como sabio a aquel que podía concentrar en su persona todo el saber de su tiempo, una cualidad que a partir aproximadamente del siglo XVIII, con el extraordinario desarrollo de las ciencias y sus aplicaciones técnicas, se convirtió en una meta prácticamente inalcanzable, salvo para ciertos sujetos excepcionalmente dotados. A pesar de esta circunstancias, la multiplicación de los saberes y la imparable tendencia a la especialización en los conocimientos no fueron obstáculo para aquellos espíritus inquietos que, durante el siglo XIX y aún entrado el XX, se empeñaban en saber más y mejor del mundo en el que vivían, saltándose las barreras artificiales de las disciplinas que originariamente habían elegido y en las que se habían formado.


Un paradigma de ese tipo de sujetos fue Bronislaw Malinowski, cuya multifacética trayectoria intelectual comenzó en Cracovia –entonces parte del Imperio austrohúngaro–, donde se doctoró en 1908 en Filosofía especializándose en física y matemáticas, para estudiar después psicología y economía en Leipzig. La lectura de The Golden Bough –La rama dorada de James Frazer, un antropólogo al que Freud citará abundantemente en Tótem y tabú– le fascinó hasta el punto de que se marcha a Londres donde obtiene su grado y posterior doctorado en Antropología Social en la London School of Economics en 1910.


En 1914 Malinowski viajó a Papúa –actualmente Papúa Nueva Guinea–, donde realizó un trabajo de campo aplicando una metodología a la que bautizó como “de observador  participante”, una denominación que revela el grado de implicación que asume en el estudio de otras culturas, abriendo un camino que encontraría su principal continuador en Claude Lévi-Strauss. Malinowski había escrito y publicado ya La familia entre los aborígenes australianos en 1913, y Los argonautas del pacífico occidental en 1922, cuando entra en relación con el psicoanálisis, un encuentro que se produce desde el momento en el que sus investigaciones antropológicas se dirigen hacia los sistemas de parentesco, las relaciones sociales y las bases económicas de cada cultura, así como el rol que juega la religión como factor de cohesión y las estructuras de poder, lo que hizo de él un precursor del estructural-funcionalismo. En 1924 apareció su artículo Psychoanalysis and Anthropology, y en 1926 los textos titulados El mito en la psicología primitiva y Crimen y costumbre en la sociedad salvaje; en 1927 publica El padre de la psicología primitiva y Sexo y represión en la sociedad salvaje, obras cuya temática y enfoque le aproxima a los descubrimientos freudianos, aunque cuestionara el carácter universal del complejo de Edipo, que para él sólo era aplicable a la familia monogámica patrilineal, un modelo ajeno a otras culturas que él como antropólogo había estudiado sobre el terreno.


Malinowski siempre manifestó un gran respeto por Freud y por el psicoanálisis, una disciplina a la que atribuía el mérito de haber creado el fundamento correcto para estudiar la psicología de los pueblos primitivos destacando la naturaleza libidinal de sus relaciones.


Aunque no existió, que se sepa, una comunicación directa entre ellos, Malinowski y Freud compartían un tipo de relación con el saber que iba mucho más allá de la especialización científica. En 1926, en el famoso texto sobre la capacidad de los legos –es decir, quienes no eran médicos– para ejercer como psicoanalistas, Freud enuncia que la formación de los psicoanalistas debería incluir, además de mucho de lo que se enseña en la facultad de medicina, también "la psicología de lo  profundo, que sería lo esencial”, una introducción a la biología, conocimientos de la vida sexual “con la máxima extensión posible”, y una familiarización con los cuadros clínicos de la psiquiatría. Y agrega que “por otro lado, la enseñanza analítica abarcaría disciplinas ajenas al médico y con las que él no tiene trato en su actividad: historia de la cultura, mitología, psicología de la religión y literatura. Sin una buena orientación en estos campos, dice, el analista quedaría inerme frente a gran parte de su material”. La aspiración de que se reconociera finalmente al psicoanálisis un estatuto científico era, para Freud, perfectamente compatible con la inserción de su invento en el campo de la cultura, confirmando de ese modo su vocación universalista. que Jacques Lacan renunciara a otorgar categoría científica al psicoanálisis, limitándose a definirlo como una práctica –práctica de la palabra– no ha supuesto en absoluto una renuncia a explorar la amplitud de otros saberes como complementarios para hacer una clínica del sujeto, inseparable para él de la clínica de la civilización, en cuanto no se es posible abordar la subjetividad de cada uno fuera del contexto en el que ella emerge. Por eso mismo advirtió en su momento que no podía ser psicoanalista quien no tuviera en su horizonte la subjetividad de su época.


No es preciso ser humanistas para defender la vigencia de las humanidades. Paradójicamente, ni Freud ni Lacan se reconocían como humanistas. De Freud se puede decir que era fundamentalmente antihumanista en la medida en que, como señalara Lacan en el Seminario sobre Las psicosis, en el humanismo existe ese romanticismo que quiere hacer del espíritu la flor de la vida. Freud no sólo negaba toda tendencia al progreso, sino que como el profundo conocedor de la condición humana que era consideraba como un axioma de imposibilidad el mandato de amar a los demás como a uno mismo. Para Lacan Freud debía situarse en una tradición realista y trágica, lo que explica que sus luces nos permiten hoy –sigue Lacan– comprender y leer a los trágicos griegos.


Precisamente porque no se dejaron seducir por los embelecos de los discursos que idealizan la condición humana, ambos, Freud y Lacan, valoraban en toda su dimensión las grandes obras clásicas, artísticas y literarias pero también la cultura en la que surgieron. No hace falta más que recorrer la obra de Freud y los seminarios de Lacan para comprobar hasta qué punto uno y otro eran poseedores de una inmensa cultura clásica, deudores –como todos nosotros– en el sentido que se da a este concepto remontándonos a Atenas y Roma. Como ha escrito Carlos García Gual, “la inquietud espiritual, la exploración del mundo y de uno mismo y la pregunta por la naturaleza y la condición humana son rasgos históricos del heleno estar en el mundo. Los griegos inventaron o rediseñaron casi todos los caminos del saber: los más clásicos géneros literarios (…) la historia, la filosofía y la medicina, las matemáticas, la astronomía, la política y la retórica, la ética y la geografía, los juegos atléticos, la escultura y las artes plásticas. Pero más allá de los datos concretos, de todo el inmenso y prolífico legado que anima las raíces de nuestra cultura, lo más admirable es esa apertura o inquietud del espíritu”.


No es inoportuno en momentos como el actual, en el que unos poderes menos benévolos que sus antiguos dioses tratan inmisericordemente a Gracia y a los griegos –hasta el punto de que se ha considerado por algunos la salida del país de la Unión Europea–, dejar sentado que semejante exclusión, aunque fuera meramente simbólica, sería un gesto notablemente bárbaro y ajeno a la tradición humanista, en palabras de García Gual.


No parece casual la coincidencia en el tiempo de dos circunstancias estrechamente relacionadas: el constante retroceso académico de las humanidades y el progreso avasallador del cientifismo, que en el ámbito de la salud mental está haciendo estragos. Como ha señalado León Wieseltier –investigador de la Brookings Institution, el principal laboratorio de ideas de Washington– el cientificismo ha devenido una  ideología que arrincona a las  humanidades al tiempo que eleva a los altares de una pretendida racionalidad lo que es un culto al pragmatismo, a la utilidad y a los resultados, mientras que las complejidades, las ambigüedades, ambivalencias, oscuridades que las humanidades enseñan a reconocer han sido borradas.


La psiquiatría y la psicología cognitivista no son ajenas a esa ideología. Cuando se renuncia a entender a la gente, como ha dejado escrito Colina en el texto que he citado, apostando por el efecto apaciguador de los psicofármacos o leyendo al paciente la cartilla sobre cómo modificar su conducta, se está sirviendo simultáneamente al orden público y a la industria farmacéutica, es decir, al capitalismo, al amo que aspira a que los sujetos se pongan disciplinadamente en fila. Jacques-Alain Miller lo expuso claramente en su artículo Salud mental y orden público: “lo más importante en la vida con respecto a la salud mental es andar bien por la calle (…) el problema central en la práctica de la salud mental es el de saber a quién se puede dejar salir, y quién podría salir a condición de volver para tomar la medicación”. En nuestra época, prosigue, “el mejor ejemplo de salud mental sería más bien la máquina, por eso puede decirse de alguien que se le cruzan los cables”.


Pues bien, el amo necesita del auxilio del saber psiquiátrico y del cognitivismo para mantener controlado al personal. No importa entender a la gente, y en ocasiones ni siquiera diagnosticar enfermedades: el origen de esta perversión es que se diagnostican comportamientos.


Algunas formas de comportarse de ciertos sujetos les convierten en peligrosos para el orden público, gente que se sale de la fila, que cuestiona, que disiente, que incordia en suma.


Conocemos las consecuencias de una política que se sirve de la psiquiatría para disciplinar las conductas. En la Unión Soviética no sólo existió el gulag concentracionario para los enemigos  del pueblo; los hospitales psiquiátricos albergaban a muchos sujetos críticos o indiferentes con el sistema, porque –en buena lógica– había que estar locos para rechazar ser parte del ambicioso plan de ingeniería social cuyo loable objetivo era acabar con las desigualdades y la injusticia.


Entre nosotros, el que fuera Jefe de los Servicios Psiquiátricos Militares de Franco, el comandante Antonio Vallejo-Nájera –que por cierto estudió Medicina en Valladolid– fue un pionero en la tarea de psiquiatrizar la disidencia, desarrollando una teoría cuyas principales hipótesis postulaban “la inferioridad mental de los partidarios de la igualdad social y política”, y culpaba a “la perversidad de los regímenes democráticos favorecedores del resentimiento que promociona a los fracasados sociales, a diferencia de lo que sucede en los regímenes aristocráticos donde sólo triunfan socialmente los mejores”.


Vallejo-Nájera escribió un brulote con pretensiones científicas que tituló Investigaciones psicológicas en marxistas femeninos delincuentes, producto de su trabajo con presas políticas a las que se negaba esta condición equiparándolas a criminales comunes, en el que decía: “recuérdese para comprender la activísima participación del sexo femenino en la revolución marxista su característica debilidad del equilibrio mental, la menor resistencia a las influencias ambientales, la inseguridad del control sobre la personalidad (…) Cuando desaparecen los frenos que contienen socialmente a la mujer (…) entonces se despiertan en el sexo femenino instintos de crueldad y rebasa todas las posibilidades imaginadas, precisamente por faltarle las inhibiciones inteligentes y lógicas, característica de la crueldad femenina que no queda satisfecha con la ejecución del crimen, sino que aumenta durante su comisión (…) Además, en las revueltas políticas tienen la ocasión de satisfacer sus apetencias sexuales latentes”.


En esto de diagnosticar comportamientos, estigmatizarlos como peligrosos y productos de la locura hay casos como el del  poeta norteamericano Ezra Pound, salvado de morir fusilado como un traidor a su país después de que sus amigos testificaran ante el juez que ya estaba loco antes de colaborar activamente con el fascismo. Pound era, además de extraordinario poeta, un bohemio que había vivido en Londres y París codeándose con la intelectualidad de la época –incluidos Joyce, Yeats, Eliot, Dos Passos, Fitgerald y Hemingway–, para radicarse finalmente en Italia, donde presenció la marcha sobre Roma y se quedó prendado de Mussolini. Lanzaba discursos y soflamas fascistas y antisemitas desde la radio, y cuando lo capturaron los soldados americanos lo exhibieron primero en una jaula y después lo trasladaron a Estados Unidos, donde pasó 12 años en la cárcel. Parece bastante evidente que Pound, que se consideraba como un hombre reducido a fragmentos e imaginaba el universo como un poema roto, era un psicótico genial que sin embargo no había perdido por completo la lucidez, como lo demuestra que al salir de la cárcel y antes de viajar a Italia dijo: “cualquier hombre que soporte vivir en Estados Unidos está loco”.


Otro caso paradigmático es el de Wilhelm Reich, con la peculiaridad de que él mismo era psiquiatra y psicoanalista. Judío de familia burguesa, Reich se formó en Viena, donde se incorporó a la Sociedad Psicoanalítica y fue uno de los discípulos de Freud, de quien se apartó al poco tiempo para desarrollar sus propias ideas teorías, en un intento de compatibilizar sus ideas marxistas con el psicoanálisis. La consecuencia fue que le expulsaran del Partido Comunista, al que se había unido en 1927, y su ruptura definitiva con Freud. En 1933, año en el que el nacionalsocialismo llegó el poder, Reich publicó Psicología de masas del fascismo, exiliándose primero en Dinamarca y después en Noruega para escapar a la persecución de los nazis, para radicarse definitivamente en los Estados Unidos a partir de 1939, país al que llegó como invitado por el profesor Alvin Johnson para trabajar como docente en la New School of Social Research.


Y en este punto reencontramos a Bronislaw Manilowski.


Manilowski había conocido a Reich hacia 1933 y tenía por él un gran respeto intelectual, a pesar de que –como el mismo Malinowski manifestara– no compartía sus teorías ni tampoco sus ideas filosóficas marxistas; ambos se habían encontrado en Londres y en Oslo y se escribían regularmente, y en 1938, cuando Reich era víctima de una campaña lanzada contra él desde diversos medios científicos e intelectuales, Manilowski salió abiertamente en su apoyo. Volvería a hacerlo años más tarde, después de que el FBI detuviera a Wilhelm Reich cinco días después de que los Estados Unidos entraran en la Segunda Guerra Mundial, con el pretexto de que Reich era originario de un país enemigo. Unos días después de este episodio, Malinowski le escribe a Reich para solidarizarse con él. “Todo este asunto era –le dice–, por supuesto, ridículo, pues nadie que estuviera en su juicio puede sospechar que albergue usted tendencias o simpatías pro nazis”.


La persecución contra Reich nunca cesó. Un marxista irredento, desestabilizador y cuestionador del establishment científico debía ser neutralizado, y así se hizo. Trabajando, como quien dice, en equipo, políticos de extrema derecha y jueces, con la inestimable colaboración de los psiquiatras, acabaron con Reich. Durante la cruzada anticomunista encabezada por Mc Carthy fue sometido a juicio, se le diagnosticó “esquizofrenia progresiva”, y prácticamente todos sus escritos quemados en el Incinerador de Nueva York el 23 de octubre de 1956 bajo la supervisión de la Food and Drug Administration (FDA). También fueron destruidos los Acumuladores de Energía Orgónica, una construcción delirante que consistía en una caja de madera con un revestimiento interno de metal que, según su inventor, serviría para hacer fluir la energía en el cuerpo de sus pacientes. La misma FDA se ocupó de investigar la teoría del orgón; sus inspectores examinaron 300 pretendidos acumuladores de energía orgónica que habían secuestrado, concluyendo que no había en ellos el menor rastro de energía,  por lo que Reich fue acusado de estafador.


Bronislaw Malinowski murió el 16 de mayo de 1942, y Wilhelm Reich en la prisión de Lewisburg, Pensilvania, el 3 de noviembre de 1957.


Los casos citados son, ciertamente extremos, e incluso se los podría calificar como productos de una etapa primitiva de la psiquiatrización forzosa. En la actualidad somos testigos de dos fenómenos paralelos: de un lado lo que Jacques-Alain Miller ha denominado el desorden de lo real, caracterizado por un estallido generalizado –especialmente en Occidente– de los paradigmas socioculturales, con especial incidencia en las estructuras familiares, y por otro la imposición de un modelo de felicidad colectiva que rechaza no sólo el sufrimiento, sino el más ligero contratiempo que aparezca como un obstáculo a los deseos.


En el cruce de estos fenómenos se ha instalado, para reinar como proveedora de sentido, la ideología cientifista, para explicar que las causas del padecimiento son biológicas y que el desequilibrio químico del cerebro tiene remedio… farmacológico. Dado que el umbral de la tolerancia a la frustración está bajo mínimos en el sujeto contemporáneo, ya no se considera que estar triste, ansioso, descontento con su partenaire, o con el trabajo, son cosas que le ocurren a cualquiera a lo largo de la vida, sino situaciones insoportables que necesitan una solución médica. Eric Laurent comentaba que el discurso capitalista produce un sujeto más vinculado a su angustia que a su prójimo. Angustia no ante la muerte, sino frente al goce articulado de lo vivo, angustia frente al goce del Otro, con la consecuencia de generar un “individualismo de masa”, sujetos encerrados en modos de vivir múltiples, pero solitarios.


Es posible que en un futuro los neurobiólogos y neuropsiquiatras descubran cómo funciona el cerebro en los  humanos, pero el cerebro no es la mente, y la subjetividad de cada época, como la de cada sujeto, exige escuchar, dar lugar a la palabra, que no aparece en las tomografías ni en los escáneres cerebrales. Y dar y darse tiempo, para lo que es imprescindible en primer lugar que se quiera entender a la gente en lugar de derivarla a la farmacia o a distraerse en el supermercado para combatir el malestar.


Valladolid, 13 de mayo de 2016