Decisiones judiciales y salud mental:

¿quién decide?




Luis Seguí Sentagne. Abogado. Psicoanalista ELP

Correspondencia: lexsegui@yahoo.es




El 8 de octubre de 2011, aproximadamente un mes después de que su esposa, Ruth Ortiz, le comunicara su intención de divorciarse y quedarse con la guardia y custodia de sus dos hijos, José Bretón asesinó a los niños, de seis y dos años. Los sedó y a continuación los incineró en una hoguera que alcanzó los 1.200 grados de temperatura, con la obvia intención de borrar las huellas de unos crímenes cuidadosamente premeditados, cuya motivación aparente era el despecho y el deseo de vengarse de la mujer en la persona de los hijos. La sentencia pronunciada por la Audiencia Provincial de Córdoba, de conformidad con el veredicto del jurado, condenó a Bretón a 40 años de prisión por dos asesinatos agravados por el parentesco, reseñando que el resultado de la prueba pericial sobre el estado mental del acusado permitía descartar una patología mental que afectara a su imputabilidad, aunque dichas pruebas constataron los “rasgos obsesivos, la excesiva sensibilidad a contratiempos y desaires, la incapacidad para perdonar agravios, su predisposición a rencores persistentes y su carácter celoso, acaparador, dependiente, controlador y rígido”. El médico forense y la psicóloga que examinaron a José Bretón le sometieron a diversas pruebas –encefalograma y escáner cerebral (TAC) incluidos, así como entrevistas y pruebas proyectivas– concluyeron que no padecía ningún trastorno mental ni una alteración grave de su personalidad; el informe de la psicóloga describe “una personalidad marcada por una fuerte afirmación del yo (narcisismo, autoritarismo, agresividad, individualismo, terquedad, obstinación)… sensible a las críticas, no olvida una ofensa o agravio… adopta una actitud defensiva, ocultando sus posibles defectos y mostrando sólo una parte de sí mismo (la que le interesa para sus fines en ese momento)”. Como quiera que los únicos profesionales psi que examinaron a Bretón fueron el médico forense y la psicóloga, y ambos desecharon la presencia de un trastorno mental, y el abogado que le defendía no alegó como eximente –o siquiera como atenuante– de sus actos lo que el Código Penal describe como una anomalía o alteración psíquica, o un trastorno mental transitorio, el jurado no tuvo ocasión de pronunciarse acerca de una posible ausencia o limitación de la responsabilidad criminal.


Sostener que no hay ningún trastorno mental en un sujeto que planeó y ejecutó el asesinato de sus dos hijos con la meticulosidad alevosa con la que actuó Bretón, resulta chocante incluso para el sentido común. Tanto los peritos forenses que examinaron al asesino como otros especialistas que han estudiado el caso percibieron en José Bretón rasgos propios de una psicopatía, una categoría que, aunque ajena a las estructuras clásicas del psicoanálisis, resulta interesante revisitar a tenor de la insistencia con la que el concepto aparece en la terminología psi y en la jurisprudencia. Si bien no está probada la existencia de una ideación delirante o de alucinaciones en este sujeto, y –como era previsible– ni el encefalograma ni el escáner cerebral mostraron anomalías psíquicas, los rasgos psicopáticos son perfectamente compatibles con una estructura psicótica en la que se aprecian tres modalidades de la paranoia: la manía persecutoria, los celos y la megalomanía. Las tendencias biologizantes en criminología orientan sus investigaciones hacia posibles lesiones neurológicas en el córtex frontal o en disfunciones en la amígdala para explicar el origen del trastorno mental, con el fin de intentar responder al interrogante de por qué ciertos sujetos protagonizan lo que en psicoanálisis se denomina pasajes al acto. Acerca de los casos criminales llevados a cabo por sujetos definidos como psicópatas, Èric Laurent ha  señalado que “en la dimensión de otro real, el real sin ley, el psicópata, por su acción loca, no regulada, repetitiva, fuera del sentido, intratable, nos recuerda la presencia de un mundo primordial anterior a la prohibición (…) el psicópata actúa de tal modo que ignora la prohibición y la dialéctica que le vincula a la transgresión. Se trataría de observar hasta qué punto, para el psicópata, no funciona esa prohibición que al resto de los sujetos les protege del goce y de la angustia”. De hecho, la afirmación de que el psicópata actúa en la dimensión del otro real, sin ley, y que su acción es loca, no regulada y fuera de sentido, remite a una sintomatología psicótica, dado que el psicótico carece de ley, mientras que el psicópata no necesariamente la ignora sino que simplemente la desprecia y se la salta, en un desafío consciente al orden jurídico y moral establecidos. La psicóloga que le entrevistó en varias sesiones caracterizó a José Bretón como “una personalidad marcada por una fuerte afirmación del yo”, una sobreestimación de su propia persona y de los supuestos méritos que él mismo se atribuye y que está más allá del simple narcisismo. Este perfil está presente en muchos sujetos que sin ser locos podrían incardinarse en lo que Clemens Neisser definió como autorreferencia mórbida, un fenómeno elemental caracterizado por “una experiencia de una certeza en la que el sujeto se siente aludido o designado por algo que no alcanza aún a precisar; es un mensaje enigmático dirigido a su persona”, como ha señalado José Mª Álvarez, y que de algún modo preanuncia la psicosis.


Jacques Lacan inventó el neologismo hainamouration –odioenamoramiento– para designar el punto a partir del cual el amor se transforma en odio, una situación que puede advenir cuando una herida narcisista agujerea al sujeto hasta un límite que se le hace insoportable, y ante el cual el daño e incluso la destrucción del objeto libidinizado le resulta indiferente. En El secreto de Bretón –un libro de los psicólogos y criminólogos Vicente Garrido y Patricia López– los autores, aunque participan del diagnóstico de psicopatía del asesino, deslizan una  interesante y plausible hipótesis acerca de este sujeto y de la motivación profunda que podría hallarse en el pasaje al acto criminal, más allá de la venganza contra su mujer en la persona de los hijos, cuando sostienen que, en realidad, el fin último perseguido por José Bretón era “literalmente no volverse loco, no soportar el dolor de verse excluido de su lugar preferente, reclamar para sí la autoridad sobre la familia que él había construido”. Así, los rituales maníacos y la fobia manifestada por el sujeto no serían sino una defensa contra la angustia, percibida por él como una amenaza al ideal que se había construido en su cabeza, y el fracaso de esa defensa habría operado –si bien los autores del libro no lo expresan en estos términos– un desencadenamiento psicótico y el consiguiente pasaje al acto.


El 7 de julio de 2008, durante los Sanfermines, Diego Yllanes, un médico interno residente de 28 años que trabajaba en el Departamento de Psiquiatría de la Clínica Universitaria de Navarra, estranguló hasta matarla a Nagore Laffage, una estudiante de enfermería de 20 años. El médico la llevó a su piso y allí le arrancó violentamente la ropa a la chica –con la que había tenido un escarceo amoroso en el ascensor–, que se defendió provocándole a Diego unos arañazos. La autopsia efectuada a Nagore registra 36 lesiones externas e internas, y así lo recoge la sentencia de la Audiencia Provincial de Navarra de 17 de noviembre de 2009, que condenó a Diego Yllanes a 12 años de prisión por homicidio, y no por asesinato, confirmando la decisión del jurado.


En el capítulo en el que razona sobre la existencia o no de circunstancias eximentes o atenuantes de la responsabilidad del criminal, la sentencia expresa que “desde el punto de vista de la personalidad del acusado, el informe psiquiátrico presentado por la defensa señala la presencia de un trastorno de la personalidad mixto con rasgos narcisistas, paranoides y obsesivo/evitativos, que se traduciría en un fuerte sentimiento de inseguridad/vulnerabilidad (generador de un importante  malestar psíquico) asociado a un importante temor a la desaprobación social y que derivaría hacia un comportamiento marcadamente defensivo, en el que predomina el autocontrol y la represión de sentimientos hostiles, ambivalencia que tiende a resolver a través de una sobrevaloración de sí mismo”. Los jueces, apoyándose en el dictamen psiquiátrico, consideran que a pesar del trastorno mixto de personalidad que atribuyen al acusado los peritos, este “no tenía disminuidas sus capacidades intelectivas o volitivas en el momento del crimen, ya que los trastornos de personalidad no ocasionan un deterioro funcional significativo en las áreas cognoscitiva, afectiva, de la actividad interpersonal o del control de los impulsos”. Y agrega la sentencia, haciendo suyo el argumento del abogado defensor: “hasta el momento en que acontecieron los hechos el Sr. Yllanes siempre había presentado una conducta adecuada, bien integrado en su medio, con un rendimiento escolar y universitario bueno así como un funcionamiento social, familiar y laboral impecable. En cualquier caso descartan (los peritos) cualquier rasgo o indicios de síntomas psicóticos”. Y siguen los jueces: “por otra parte los compañeros y jefes del Departamento de Psiquiatría, si bien es cierto que no lo hacen desde la perspectiva de un específico diagnóstico clínico, todos fueron igualmente contestes en que no denotaba (el acusado) signos psiquiátricos evidentes, de manera que (aunque) los rasgos de personalidad que recogen los peritos psiquiatras alcanzaran la categoría de un trastorno mixto de la personalidad… no está acreditada suficientemente una merma significativa y penalmente relevante de sus facultades intelectuales y volitivas”.


No es casual que el pronunciamiento judicial, la parte resolutiva de una sentencia, se denomine fallo. Y esta sentencia es un buen ejemplo de hasta qué punto falla el razonamiento de los magistrados al tiempo de interpretar los hechos para condenar al autor del crimen por homicidio y no por asesinato, aplicando la agravante de abuso de superioridad y compensándola -en palabras de los mismos jueces- con las aventuras de  reparación del daño y de intoxicación etílica leve, ya que la borrachera no alcanzó a anular la conciencia de la ilicitud del acto ni la voluntariedad de su ejecución. La defensa de Diego Yllanes había sostenido que el sujeto había actuado en un estado de arrebato u obcecación, contemplado en el Código Penal como un atenuante de la responsabilidad, y que según la jurisprudencia está integrado por un elemento interno y otro externo: el primero se caracteriza por una situación de cólera o ímpetu pasional que reduzca o limite las facultades mentales del sujeto activo, de modo que se produzca una ofuscación importante, como para afectar los frenos inhibitorios; el elemento externo es consecuencia de un estímulo exterior, a modo de detonante, generalmente como consecuencia de la actuación de la víctima, que ocasiona el desencadenamiento de tal impulso interior que en la mente del sujeto activo una violenta reacción, perdiendo el control. En otras palabras, la víctima provoca –y recibe su merecido– al agresor. El texto del artículo respectivo del Código Penal es inequívoco al tipificar la atenuante: un estado de arrebato u obcecación, expresa, u otro estado pasional de entidad semejante. ¿No resuena esto a lo que en tiempos de incorrección política se llamaba crimen pasional? Los magistrados rechazaron la aplicación de esta atenuante al considerar que la reacción agresiva de Yllanes cuando Nagore lo rechazó, después de que aquel le arrancara violentamente la ropa, no era consecuencia de un arrebato, ni que la actitud defensiva de la víctima pudiera estimarse como una provocación.


Las personas, en general, acuden a los tribunales en busca de justicia, y con lo que se encuentran es con la ley. ¿Y qué dice la ley? La ley dice lo que los jueces dicen que dice la ley, y la percepción de esta situación por parte del común de la gente es lo que se denomina justicia subjetiva.


La situación se complica cuando el ius dicere, el que dice la ley, es un vehículo que supuestamente traduce en términos técnicos la decisión de un grupo de sujetos que conforman un  jurado, que no son técnicos, y cuyo pronunciamiento está trampeado por las características del procedimiento establecido por la Ley que regula su funcionamiento. Nueve ciudadanos mayores de edad, elegidos por sorteo, debaten y valoran lo actuado durante el juicio, dirigidos –nunca mejor dicho– por un Magistrado de la respectiva Audiencia Provincial, que les presenta antes de encerrarse a deliberar un pliego con las cuestiones acerca de las que deben pronunciarse, enumerando los hechos sobre los que el jurado deberá declarar probados, o no probados. Las respuestas del jurado a cada una de las cuestiones planteadas se pone en las manos del Magistrado, que redacta la sentencia fijando, si cabe, la pena (o penas) que habrán de imponerse al acusado. La trampa está en el procedimiento mismo, que deja en manos del Magistrado que preside la redacción del pliego con las preguntas que debe contestar el jurado, porque a nadie escapa que el modo de preguntar puede condicionar –y de hecho condiciona– inevitablemente a los miembros del jurado.


Si en el “caso Bretón” el jurado no tuvo ocasión de pronunciarse acerca de la salud mental del acusado, en el de Diego Yllanes sí que tuvo mucho que decir, y casi con total seguridad lo hizo guiado por el modo en el que el Magistrado elaboró el pliego de preguntas a las que debieron responder. Si no fuera así, resultaría inexplicable que leída la espeluznante lista de lesiones padecidas por Nagore reveladas por la autopsia, y citado en la sentencia como un hecho probado que Diego Yllanes “desnudó de manera violenta a Nagore (…) a continuación diga el Magistrado que “Diego Yllanes pensó erróneamente que Nagore quería una relación apasionada, por lo que procedió a quitarle la ropa de forma brusca, rompiendo la trabilla del pantalón, un tirante del sujetador y el tanga por tres sitios”. Y sigue el despropósito: “Nagore interpretó erróneamente la actuación violenta del acusado como un intento de agresión sexual, y como reacción amenazó a Diego con destruir su carrera y denunciarle. La reacción airada de José Diego Yllanes consistió en taparle la boca para evitar que  gritara, y en golpear de manera deliberada y repetida a Nagore en diversas partes del cuerpo causándole las siguientes lesiones”, y enumera 36 entre internas y externas…


El autor pudo decir lo que dijo para intentar exculparse de su acto criminal. Si es sorprendente el grado de credulidad del jurado al tiempo de valorar esas palabras, más sorprendente aún es la intromisión –por no decir la invención– en (y de) la subjetividad de la víctima hasta el punto de interpretar el pensamiento de una persona fallecida, que califica de “erróneo” sin la más mínima posibilidad de comprobar tan irresponsable conclusión. Irresponsable porque es igualmente imposible exigir al jurado que responda, haciéndose cargo de las consecuencias de semejante afirmación.


Si he traído estas dos viñetas es porque conciernen al título de mi exposición: decisiones judiciales y salud mental. Cabe señalar que hace ya varios años, en el marco del XIII Congreso Nacional de Psiquiatría, se advertía acerca del atraso que padece nuestro país en el desarrollo de los servicios de psiquiatría forense. Hay una palabra maldita en la medicina en general y en la salud mental en particular: protocolo, medicina basada en la evidencia, que está claramente orientada a la racionalización del coste por paciente. En la práctica, cuando los jueces se encuentran ante casos criminales cuyos protagonistas presentan síntomas de alguna alteración psíquica, o bien han de resolver si el sujeto en cuestión padece alguna, y en qué grado, dado que tienen una formación generalista los magistrados acuden al dictamen de los especialistas, es decir a los psiquiatras y los psicólogos clínicos, quienes DSM-IV o V en mano, según qué casos, se pronuncian sobre la capacidad del acusado para comprender la ilicitud de su acto, y si además lo ha cometido voluntariamente. La circunstancia de que el dictamen de los peritos no es vinculante para el juez, que legalmente puede ignorarlo o decidir en un sentido diferente a la opinión de los expertos, es en la práctica pura teoría. En el mejor de los casos el juez tiene a su disposición más de un  dictamen sobre el caso en el que tiene que decidir, y aunque la sentencia no la firman los peritos, ¿quién decide realmente el destino del sujeto encausado?


Escribió Michel Foucault que “las prácticas judiciales (…) son algunas de las formas empleadas por nuestra sociedad para definir tipos de subjetividad, formas de saber y, en consecuencia, relaciones entre el hombre y la verdad que merecen ser estudiadas”. Si para el derecho el inconsciente del sujeto no es tenido en cuenta, y la subjetividad se aprecia tan sólo en aquellos casos en los que puede presumirse una intención, y siempre que entre la presumible intención y el hecho criminal se pueda inferir una relación causal, para el psicoanálisis el inconsciente es el sitio donde la división subjetiva encuentra su más radical expresión. Mientras que los tribunales se ocupan de la responsabilidad objetiva que puede atribuirse a un sujeto para establecer una consecuencia jurídica, el psicoanálisis atiende a la asunción de la responsabilidad subjetiva, y ello en razón de que como señalara Lacan “de nuestra posición de sujetos somos siempre responsables”. De ahí que el lugar de encuentro y al mismo tiempo de desencuentro entre el derecho y el psicoanálisis se localice en lo tocante al concepto de responsabilidad. En tanto un juez está investido de poder para des-responsabilizar a un sujeto, incluso siendo este culpable, para el psicoanálisis esto resulta literalmente imposible, en tanto el sujeto es responsable desde su ingreso en lalengua, en el orden significante. Y es así porque negar a cualquier ser hablante la posibilidad de hacerse cargo de las consecuencias de sus actos equivale a expulsarle del mundo, de la cultura, privarle de la otredad, devolverlo al orden natural, convertirlo en un no-sujeto. Incluso en un caso criminal extremadamente grave, ¿se debe excluir del castigo penal al autor sobre la base de un dictamen pericial de locura? ¿Absolverle del castigo y recluirlo en un psiquiátrico, privándole de la oportunidad de cumplir una condena en un sitio en el que pueda establecer unos lazos sociales menos patologizados, y donde el cumplimiento de la condena no fuera incompatible  con la posibilidad de que el sujeto estuviese en un futuro en condiciones de asumir la responsabilidad subjetiva por sus actos?


El pasaje al acto criminal es susceptible de presentarse en cualquier estructura clínica –neurosis, psicosis o perversión, si nos circunscribimos a las clásicas del psicoanálisis–, aunque es importante determinar la relación que exista en cada caso entre las estructuras clínicas y la contingencia que hace emerger el acto. Obviar esa relación, así como la implicación subjetiva que se juega en ella, dificulta –cuando no impide– averiguar el grado de responsabilidad del sujeto en cuestión, y equivale a hacerse cómplice del discurso del amo, que tiende a patologizar los lazos sociales al convertir el malestar social en enfermedad. En psicoanálisis la referencia ética lleva a pensar en términos de deseos, aun inconscientes, acerca de los cuales el sujeto debe responder. Incluso cuando no trasciendan ni se plasmen en una manifestación externa a, porque en el inconsciente no hay registro de la diferencia entre deseo y acto: de ahí que como dejó dicho Freud, somos también responsables moralmente del contenido de nuestros sueños. Hace ya un siglo que Sigmund Freud percibió que en el síntoma del que un sujeto se queja y lamenta hay un beneficio que él mismo obtiene, y del que no es necesariamente consciente. Jacques Lacan introdujo un concepto fundamental, el de goce, para describir el lugar en el que el placer confluye con la pulsión de muerte, y que explica el por qué tantas personas permanecen en una situación que les produce auténtico padecimiento –y que en ocasiones puede llegar a ser mortal– sin encontrar una salida de ese laberinto de placer-dolor en el que están sumidas. La ignorancia del concepto de goce por parte de los jueces y demás operadores jurídicos –incluidos la mayor parte de los profesionales del mundo psi– les priva de un instrumento fundamental para saber de la condición humana.


Es paradójico que mientras el derecho, la ley, se presenta con vocación de universalidad mediante los axiomas “todos iguales  ante la ley”, o “la ley es igual para todos”, en su aplicación práctica un juez tiene que abordar los casos sobre los que debe pronunciarse como lo hace el psicoanálisis con los pacientes: uno por uno. Desafortunadamente el psicoanálisis es una página ausente en el discurso jurídico, siendo, como señalara Jacques Lacan criticando lo que llamó la concepción sanitaria de la penología, el único que posee una experiencia dialéctica del sujeto (…) el que puede resolver el dilema de la teoría criminológica al irrealizar el crimen sin deshumanizar al criminal (…) el que gracias al expediente de la transferencia da entrada al mundo imaginario del criminal, que puede ser para él la puerta abierta a lo real”.