Legalidad física y ciencia delirante


Javier Peteiro Cartelle. Jefe Sección Bioquímica

Complexo Hospitalario Universitario de A Coruña

Correspondencia: javierpeteiro@.gmail.com



Kant es muy criticable, pero ha de reconocerse que sabía hacer tan buenas preguntas que siguen vigentes. Una de ellas hacía referencia al saber. ¿qué puedo saber? Es una cuestión que admite varias lecturas y respuestas. En primer lugar, la pregunta puede referirse a un empeño colectivo o singular. Nuestras bibliotecas, internet incluso, están repletos de datos. Todos los que trabajan en colaboración en el CERN comparten mucho conocimiento sobre partículas elementales y los sistemas que permiten detectarlas. Pero el conocimiento que cada uno de nosotros puede lograr de algún aspecto relevante de la naturaleza y la cultura es muy escaso en comparación al existente. Hubo una época en que no era así, pero quizá Leonardo o Gauss fueron ejemplos de los últimos representantes de ese tiempo en que la mente de alguien podía albergar el conocimiento universal.


¿QUÉ PUEDE SABER CADA UNO DE NOSOTROS O QUÉ PUEDO SABER YO?


Por un lado, hay un saber utilitario. Gracias al conocimiento tecno-científico, nuestro mundo no es como el medieval, ni siquiera como lo era hace un siglo. Tenemos coches, televisores, teléfonos, ordenadores, alimentos variados; eso sí, en el primer mundo, ya que el conocimiento no ha sido aplicado para todos los seres humanos, ni parece que lo sea en el futuro próximo. Por otra parte, en ese saber pragmático también podría incluirse lo peor, el armamento biológico o nuclear.


Desde un saber reconocido oficialmente podemos ganarnos la vida como médicos, psicólogos, profesores o taxistas. Es curioso que, al referirnos a este conocimiento, al utilitario, es habitual  el uso del término “tener”.


“Tengo estudios”, puede declarar orgullosamente alguien, o decir que tiene un máster o un doctorado. Se tiene, en general, un curriculum. Cada vez más se confunde el conocimiento con una posesión, no con algo que forme parte del ser de uno, que pueda llegar a transformarlo incluso. En cierto modo, así le va a la medicina y, en gran medida, a un sector de la Psiquiatría. También puede calificarse de utilitario el saber referido a colmar la curiosidad; por ejemplo, el que proporciona cierto entendimiento sobre la evolución biológica o el origen de las estrellas.


Pero hay un saber que podríamos calificar de más vital y es el referido a dos cuestiones singulares: ¿quién soy? y ¿qué soy?


La pregunta kantiana es abordable de modo distinto si tiene que ver con el saber científico o con el interrogante filosófico. La ciencia siempre intenta responder mientras que la filosofía sólo puede ahondar la pregunta.


Y es que desde hace relativamente poco tiempo en la Historia tenemos un método maravilloso para conocer. Es el método científico.


Pero fijémonos ahora en una palabra que utilizamos con frecuencia. Sé o sabemos. Por ejemplo, sé que hoy es viernes, que nuestro tiempo se rige por relojes y calendarios, que estoy hablando. Hay un saber tan elemental que es trivial.


¿Es legítimo decir en general que sé, que sabemos? Parece que sí y más allá de lo trivial. Una titulación universitaria avala un conocimiento por parte de quien la ostenta; algo sabrá al menos, que siempre será insuficiente, pero algo al fin y al cabo. Nos movemos con supuestos similares.


Hagamos esa pregunta en el orden de la ciencia. Es algo que a  todas luces nos proporciona conocimiento y podríamos decir que, gracias a la ciencia, sabemos. Pero eso es dudoso. Y no sólo lo es porque haya límites intrínsecos a lo que la ciencia puede decir, como ocurre en el ámbito cuántico, a pesar de que pueda predecir muchos fenómenos en él. Y no sólo lo es porque haya límites prácticos como el caos clásico o las limitaciones inherentes en general a procesos no lineales y a sistemas en los que intervienen muchas variables, como ocurre en Biología. Ni siquiera porque haya límites cuya existencia está en discusión, como la posibilidad de que la consciencia sea accesible científicamente o su variante de que pueda emerger en un sistema de inteligencia artificial.


¿Podemos, en general, decir que sabemos? Muchas personas opinan que sí. Se da la admiración, la curiosidad, surge la pregunta y el método científico la resuelve o la resolverá al cabo del tiempo. Ese es el esquema vigente en esta época científica. Pero eso es dudoso.


LA ÚNICA AFIRMACIÓN QUE PODEMOS HACER CON CERTEZA ES QUE CREEMOS


Sabemos sólo porque antes creemos. La creencia precede a la ciencia y, a veces, demasiadas, también la sucede en el peor de los modos.


Creemos en que podemos saber. Esa sería la creencia básica y no es ajeno a ella el propio método científico. Veámoslo.


Creemos en la inducción. Todos podemos estar seguros de que antes de que transcurran 24 horas volverá a amanecer. Podemos estar más seguros de eso que de que cada uno de nosotros pueda presenciarlo. Sin embargo, sólo podemos suponerlo, con una probabilidad todo lo próxima a uno que imaginemos, pero sólo podemos suponerlo. Y una suposición así tiene que ver con cualquier ámbito en el que se use el método inductivo, según el cual, si un fenómeno ha ocurrido n veces en determinadas condiciones y si éstas no cambian  asumimos que ocurrirá también n+1 veces y así sucesivamente. Afirmar que todos los cisnes son blancos es una generalización inductiva precedida por la observación de que todos los que se han observado, un número finito, son de ese color. El número de amaneceres habidos es mucho mayor que el de cisnes blancos pero aun así es finito. La inducción aspira a lo general desde lo particular.


También creemos en la deducción. Estamos convencidos de que dos y dos son cuatro, pero a Russell y a Whitehead les llevó muchas páginas de sus Principia Mathematica demostrar algo así. Hay axiomas, enunciados autoevidentes. Durante mucho tiempo creímos que dos líneas paralelas jamás se cortaban por muy largas que fueran. Nos lo dijo Euclides y nos pareció una perogrullada como cualquier axioma. Después aparecieron las geometrías no euclídeas, contraintuitivas, y mostraron la falsedad de ese dogma. Ni siquiera nuestro propio universo parece euclídeo. quién lo habría sospechado.


Y creemos en la isotropía de nuestro universo, creemos en que las leyes físicas son las mismas aquí que en una galaxia alejada de nosotros a millones de años luz o, dicho de otro modo, en una galaxia visible hoy porque existió hace esos millones de años tal como la vemos ahora. Esa creencia nos ha dado grandes avances pero sigue siendo creencia. De hecho, de vez en cuando saltan las alarmas de que quizá las constantes universales como la de estructura fina no lo sean tanto, no al menos en el tiempo.


Esa fe es necesaria para construir la ciencia. En realidad, fe es creer lo que vemos. Es lo más difícil. Planck es un buen ejemplo de escepticismo duro hasta que no tuvo más remedio que admitir lo que veía y asumir que las transiciones energéticas son, como la materia, discretas. Hubo de creer lo increíble en el marco físico de su época. Y creyó porque vio.


Hay quien negó y niega esa fe que subyace a una ciencia  realista. Berkeley pensaba que, sin observador, no habría propiamente nada que observar. Salvaba la situación de que los árboles siguieran existiendo sin nuestra mirada gracias a la existencia de Dios como observador universal. Es decir, salvaba una incredulidad con una fe alternativa. Desconfiando de su mirada, creía en la de Dios. De un modo análogo, hoy en día hay quien afirma que lo más real no es la materia, que lo más real no es un electrón o un quark, o las presumibles supercuerdas, sino la información, el bit. Es la teoría ya algo vieja de Wheeler, el “it from bit”.


Simplifiquemos lo anterior. Podemos decir que tenemos fe en la legalidad física. En realidad, no sabríamos vivir sin esa confianza básica. Sin ella, desde luego, no habría ciencia.


El problema se da en cómo se concreta esa fe. Hay situaciones muy claras, las que ofrece por ejemplo la mecánica newtoniana. Una fuerza ejercida sobre una masa le imprime un movimiento uniformemente acelerado. Estar en órbita es equivalente a estar cayendo hacia la tierra y esa caída hace que un astronauta no perciba la gravedad y que flote en la nave que tripula.


Hay situaciones que son menos claras. Incluso aunque sean cotidianas. Se suele poner el ejemplo de que es fácil que un terrón de azúcar se disuelva en el café pero que es, en la práctica, imposible que, de esa disolución, se separe espontáneamente el azúcar para volver a formar el terrón. Se suele decir que la tendencia al desorden, con lo que pobremente se equipara en textos de divulgación la entropía, crece con el tiempo o, dicho de otro modo, que establece el tiempo mismo. El tiempo tendría tres flechas, la psicológica (no recordamos el futuro sino el pasado), la cosmológica (el universo se expande desde su inicio y en él se van formando y “muriendo” estrellas) y la entrópica (la entropía aumenta en el futuro). Pero, siendo las ecuaciones de la mecánica de partículas reversibles en el tiempo, bien podría ocurrir que la entropía tendiera a crecer no sólo hacia el futuro sino también  hacia el pasado, que lo macroscópico fuera extensión de lo microscópico y también reversible en el tiempo. que no lo haga se explica habitualmente por un grado impresionante de orden al inicio del universo. Pero aun así, el paso de una reversibilidad de la mecánica de partículas aisladas a la irreversibilidad de una mecánica estadística, desde la sensatez aparente de que sólo se dan los macroestados que tienen asociados el mayor número posible de microestados, no está muy alejado a un acto de fe, por muy científico que se diga. Einstein bromeaba al respecto diciendo que “sabemos que el tiempo no existe”, una broma que curiosamente cobra nuevo vigor como hipótesis por la que el tiempo sería un modo de expresar una correlación fenoménica.


No nos queda más remedio que mantener una confianza esencial en cierta constancia de la legalidad física y en nuestra capacidad para acceder a su conocimiento. Pero no es malo reconocerlo. Al contrario, porque, si se necesita fe para construir la ciencia, puede incurrirse en el riesgo de creer del peor modo en la interpretación de los resultados obtenidos o por alcanzar.


Tenemos un ejemplo muy claro de ese exceso de fe. Hay quien cree demostrar la existencia de Dios desde la ciencia. Abundan esos nuevos apologetas. A la vez, hay quien cree, como Laplace o más modernamente Hawking, que la ciencia excluye su existencia. En cierto modo, esos excesos en el sentido que sea no son preocupantes excepto si implican prohibiciones educativas, como es el caso del creacionismo. La estupidez sí puede ser muy peligrosa, por lo que tiene de creativa en sus concreciones idiotas; constantemente se propaga y multiplica. Por otra parte, si la fe de partida, la que implica creer en la legalidad física es intuitiva además de operativa, la fe metafísica, la creencia en Dios, del modo en que se entienda, supone un salto extraño e incomunicable si se da desde la ciencia. Es ajeno a ella.


Nuestra cultura está enraizada en el judeocristianismo. En ese sentido, es bueno recordar la pregunta evangélica: “¿qué hacéis mirando al cielo?” Miremos a lo que tenemos entre manos, pues si la fe epistemológica es necesaria y comunicable operativamente, en el método, el resultado científico no soporta creencias que lo excedan, sólo interpretaciones filosóficas, sólo nuevas preguntas. No hay un real alcanzable; sólo aproximable.


Creer es necesario para saber, pero creer no es saber. Y aquí radica todo lo malo del cientificismo para aproximarse a la pregunta kantiana sobre el saber, principalmente cuando ese afán se refiere a lo subjetivo.


De lo que no se sabe, es mejor callar, decía Wittgenstein, pero, frente a esa prudencia, nos hallamos inmersos en un parloteo cientificista inhumano, enajenador. El exceso cientificista lo es con respecto a la creencia necesaria que sostiene la ciencia y con respecto a una generalización infundada de la interpretación personal de sus resultados.


FIJÉMONOS EN EL ORDEN METODOLÓGICO


Hablábamos de la inducción. No es igual inducir el comportamiento de una bacteria en cultivo en presencia de un antibiótico tras haber estudiado millones de ellas creciendo en condiciones similares, que inferir el comportamiento de alguien en libertad condicional tras haber comparado su imagen cerebral funcional con la de cientos de sujetos.


Hablábamos de la deducción. No es lo mismo deducir el teorema de Pitágoras que afirmar que alguien con un LDL elevado morirá por infarto. Sabemos que ambos razonamientos, el inductivo y el deductivo, cuando se aplican a problemas con muchas variables, y nuestros cuerpos lo son, deben utilizar una maniobra que neutralice el ruido de fondo y no es otra que la estadística, pero ésta, con sus célebres "p",  intervalos de confianza (palabra acertada), factores de riesgo, etc., se ha convertido, en la práctica, en algo objeto mismo de fe, de una fe que acaba suplantando la inicial asociada a la inducción y a la deducción. De hecho, el propio concepto de probabilidad, cuando es bayesiano, es fideísta: la probabilidad a priori es un grado de confianza, no una frecuencia llevada al límite.


Hay otro exceso de fe cientificista no menos peligroso y es casi un salto de fe kierkegaardiano. De una fe operativamente necesaria en la legalidad física se pasa a una fe en el determinismo laplaciano. Es llamativo que lo que ocurrió en Física, relacionado con lo más simple, hace un siglo, no se da en la Biología, en lo que es más complejo, en el momento actual. En Física, se admite desde los inicios del siglo XX un indeterminismo esencial que ha permanecido a pesar de Einstein, confirmándose aspectos tan misteriosos (es difícil llamarles de otro modo) como el entrelazamiento cuántico. Sin embargo, en Biología y, por extensión en Psicología y Medicina, asistimos en la actualidad a un contexto profundamente determinista según el cual, si alguien presenta un fenotipo dado estará en la práctica condenado a sufrir tales trastornos, a actuar de un modo concreto, en general a ser identificado con una marca diagnóstica. Se dirá que con una p < 0.05, quizá, pero se dirá como si de un oráculo se tratara. Si no sólo es el fenotipo sino el genotipo lo que se analiza, el oráculo será interpretado de modo contundente, facilitando el renacimiento de la tentación eugenésica, tanto en su vertiente negativa, como aborto, como en su vertiente positiva, en forma de manipulación genética. Los niños a la carta se vislumbran como una distopía de próxima realización, alimentada en grado sumo con el reciente avance CRISPR-Cas en técnicas de edición genética.


Ese determinismo es infundado y no sólo en el ámbito poligénico. También se ha descubierto hace poco tiempo lo que se viene en llamar la "resiliencia" genética. Por alguna razón,  personas que serían determinadas por una alteración genética dominante a padecer una enfermedad monogénica, como la fibrosis quística, no la sufrieron. Es enigmático, pero real.


LA LOCURA EN MEDIO


Y, en este contexto, nos vemos con la locura. Con dos tipos de locura, más bien, la de sujetos que la padecen en sus variadas formas, y la de un cientificismo que cree que puede confundir ciencia y creencia a la hora de hablar del enigma.


Se ha ido construyendo una fenomenología del trastorno del alma, eso a lo que el propio nombre de Psiquiatría alude. A la vez, el alma se ha olvidado.


No en sentido cristiano, sino en el sentido originario, griego y también hebreo. El viento sopla donde quiere y a veces lo hace de mala manera, trastornando. ¿Por qué? ¿Qué ocurre ahí? Ah, son las catecolaminas, los receptores de la serotonina o de la dopamina, que se han desmadrado. Ojalá fuera tan simple.


La fenomenología clásica era, al menos, humilde. Y acogía términos interesantes, tanto como hoy despreciados. La histeria, que hacía referencia al útero, soporte de vida y, sin embargo, también supuesto origen de trastorno; una bella imagen. La neurastenia. ¿quién admitiría hoy ser diagnosticado así y no de fatiga crónica o de fibromialgia? Afortunadamente tenemos el DSM y, gracias a él, todos somos trastornados. Lo normal es serlo o, más bien, “tener” algo. Porque si se tiene un trastorno, uno nunca es culpable; no puede decir es que soy así, sino que dirá más bien es que tengo un duelo patológico, como otro tiene una úlcera o aftas en la boca.


Analicemos, secuenciemos el DNA, hagamos HPLC y espectrometría de masas, usemos modelos experimentales (como si hubiera ratones autistas, por ejemplo) y tendremos la respuesta. Bien, ese es un claro ejemplo de la peor fe, de la  creencia en una ciencia omnipotente en la que esperar la completitud y la salvación, algo que si no se da hoy, acontecerá en breve. No es malo acudir a la ciencia, pero sí lo es creer que fuera de ella, como en otro tiempo de la Iglesia, no hay salvación; que fuera de ella no cabe el saber empírico ni la construcción teórica.


Podremos clasificar todo lo que queramos, podremos definir nuevas variables explicativas usando el perverso análisis factorial, podremos desarrollar un discurso convirtiendo pobres hipótesis en teorías de apariencia consistente, pero sólo estaremos al hacerlo sosteniendo una creencia vacía, una fe inhumana, un delirio. Ese es uno de los más graves tipos de locura, el que se da en cuerdos, en científicos que extrapolan y parlotean, que no se callan cuando no hay otra cosa que hacer, cuando sólo cabe escuchar a un otro que sufre, cuando sólo la clínica puede hacer algo.


LA CIENCIA DELIRANTE


Bastante fe hay que depositar ya en la legalidad física para poder construir la ciencia, para desvelar lo cognoscible del mundo. Cuando desde los nobles descubrimientos científicos se da el salto a una cosmovisión universal y que implica lo más subjetivo, la propia ciencia pasa a hacerse delirante. Vivimos precisamente en esa época, en un tiempo en el que es urgente frenar el exceso, saber cuál es el terreno que la ciencia puede pisar y discernir lo que es mera creencia infundada. Porque ese es el problema de muchos científicos; que no se conforman con la ciencia, que la religión infantil los tiene más apresados que nunca pero de otro modo y que, si antes se hablaba seriamente de las emanaciones divinas y de los coros ángelicos, hoy ha de hacerse lo mismo de modo simpático con terminología científica. Sustituyamos emanaciones por niveles de complejidad y ángeles por intencionalidad oculta, sea celular o molecular, y todo estará dicho. Mal dicho, por supuesto, pero  lo importante es sostener el discurso salvífico y, a la vez, segregacionista.


La enfermedad es el nuevo pecado, que uno adquiere por su mala vida, su inobservancia de la ley higiénica, su desviación de la norma (como se dice de los utensilios y procedimientos) o por herencia de los padres en forma de malos genes.


Tenemos dos grandes armas que utiliza la miopía cientificista para convertirse en único discurso. Una es la fe absoluta en el determinismo. Decía antes que eso ya no ocurría en Física pero en cambio es una visión vigorosa entre muchos biólogos, médicos y psicólogos. Hay algo que derrumba de un modo simple lo que en sí misma es concepción simplista. El determinismo en el ámbito biológico y clínico siempre es restrictivo, nunca positivo. Es la legalidad física la que puede impedir algo de modo claro. Desde ella podemos pronosticar que no puede haber insectos de la misma forma pero del tamaño de un elefante o que un niño con una trisomía 21 sufrirá un síndrome de Down. Pero desde un perfil genético, por completo que éste sea, jamás podremos predecir cómo será, cómo se comportará una persona si no hay restricciones biológicas claras en su desarrollo. Desde luego, gran parte de lo que cada uno es, está determinado biológicamente; el color de los ojos, la máxima altura alcanzable con una dieta adecuada, rasgos de carácter, pero son tantas las variables que influyen que, a día de hoy, hablar de determinismo positivo es una falacia, es la gran mentira que sostiene la esperanza salvífica. Entre otras cosas, porque, a la vez que supone un determinismo ingenuo, ignora el poder de lo que más determina, precisamente aquello que no conocemos y que por esa razón le llamamos acertadamente lo inconsciente.


Hay otra arma que hace mucho daño; se trata de la perversión del lenguaje. Constantemente oímos hablar de hallazgos que podrían a corto plazo resolver un gran problema médico, prolongar la vida o lo que sea. Cada día más, los científicos son  charlatanes, gente que domina el lenguaje de la publicación de artículos y de captación de fondos. Cada día más, la metáfora ha desplazado a la realidad, con el DNA como el gran referente. Y la divulgación científica ha dejado en buena medida su noble vocación para hacerse tarea de nuevos predicadores, los que ofertan la ciencia como único discurso. Se predica esperanza, incluso cuando no la hay. Se trata, en tal caso, de “empoderarse”, como dicen los modernos, de luchar contra el cáncer como si uno pudiera, de vivir el ahora cuando el futuro es de lo más sombrío o cuando el pasado duele muchísimo. La deificación de la ciencia sólo puede conducir a lo que está ocurriendo, una infantilización social y, aunque parezca paradójico, un brutal ataque a la propia investigación científica.


No se trata de ser pesimistas ni nostálgicos. No estaríamos aquí si lo fuésemos, sino de ser humildes, amantes del saber que transforma frente al saber que se tiene, vocados a que esa transformación sea benéfica no sólo para cada uno sino para algunos más. Es así como se transforma siempre el mundo, a pequeña escala. De uno en uno, facilitando la liberación propia y ajena de cualquier adoctrinamiento. De eso sí somos sabedores y responsables.